Cuando piensas en África, te vienen a la cabeza imágenes de pobreza, de desesperación. Imaginas a niños muertos de hambre que necesitan ser rescatados. Dicho de alguna manera, es como un cuento de Disney en el que Europa es el príncipe azul que va en busca de su princesa en apuros. Al menos, esto era lo que yo pensaba antes de ir a Senegal.

Era consciente de que el voluntariado no consistía en ir a solucionar el mundo, ni salvar a nadie. Sin embargo, no sabía que serían ellos los que me salvarían a mí.

El viaje de ida fue largo, todos estábamos ansiosos por llegar, por descubrir un mundo nuevo. Intentamos no crearnos expectativas ni juicios, pero, como algunas cosas en la vida, fue inevitable. Cada uno tenía sus propias ideas sobre lo que iba a encontrarse.

Al llegar, encontramos la primera barrera (que nos perseguiría, a ratos, durante toda experiencia): el idioma. En Senegal hay tres lenguas principales: el Wolof y el Diola (idiomas propios) y el francés (la lengua vehicular del país). Entre los voluntarios, unos pocos sabíamos francés, así que servimos de apoyo en la comunicación general con la gente de allí. Sin embargo, para muchos era una limitación no poder comunicarse en todo momento, o necesitar de otro para poder ser comprendido.

Esta limitación desapareció el día que fuimos a la primera eucaristía. Allí, quizá gracias a la música, tal vez al ambiente, parecía que todos habláramos la misma lengua.

Con el viaje comenzado, descubrimos una de las cosas más curiosas (o más distintas) para nosotros: el tiempo. Allí el ritmo es distinto, todo es más pausado, más tranquilo. La concepción del tiempo en Senegal (en África, me atrevería a decir) es muy distinta a la que tenemos en Europa. Durante el viaje tuvimos que adaptarnos a un ritmo distinto, aprender a no desesperarnos por la espera, a disfrutar de ella.

Reunidos todos, caímos en la cuenta de un miedo común, el de no llegar a estar al cien por cien, el de no ser capaz de dar todo lo que podíamos cuando llegáramos a Bignona. Con el tiempo ese miedo desapareció, dejando paso a la ilusión y al esfuerzo. Allí trabajamos mano a mano con Dolorèse, la directora del colegio de Kadiamor, y disfrutamos de los niños y niñas que venían para compartir su tiempo y su alegría con nosotros. En el hospital también fuimos bien recibidos, y pudimos descubrir en primera persona la vida de los habitantes de Bignona, y compartir con ellos nuestro tiempo. Allí fuimos como unos habitantes más, conciudadanos y no turistas ni extranjeros.

Si tuviera que escoger una palabra que describiera a los senegaleses, sería Teranga. Teranga significa acogida. Significa que no importa el color de tu piel o la lengua que hables, siempre eres bienvenido. En Senegal, me he sentido menos extranjera que en países vecinos como Francia o Italia. Allí se ven las diferencias como riquezas, con la curiosidad del que quiere descubrir y no con el miedo del que cree conocerlo todo.

Por supuesto, no todo fue bueno. Las condiciones de vida eran realmente diferentes a las nuestras. Recuerdo, al principio, mirarlo todo como si fuera una película antigua. Las carreteras sin asfaltar, los hombres caminando descalzos durante kilómetros… Todo aquello nos parecía ajeno. Como si hubiera un mundo entero entre el nuestro y el suyo.

Un día miré a una mujer a los ojos y entendí que aquello era real. Durante días traté de comprender cómo podía existir un abismo tan grande entre su historia y la nuestra. Entonces caí en la cuenta de que la mayoría de nuestras necesidades no existen para ellos, así que no podemos mirar su tierra con el filtro de nuestros ojos.

El verdadero aprendizaje llegó para nosotros cuando dejamos de hablar y comenzamos a escuchar. Entendimos entonces que si hay algo que África puede enseñarnos, es humanidad. En una sociedad que a priori está subdesarrollada, llámalo falta de industria, llámalo pobreza, descubrimos el valor de la vida en comunidad, la gracia de compartir y de amar incondicionalmente al prójimo.

Comprendimos entonces que la vida tiene valor si eres capaz de disfrutarla, y es que, al final, no importa tanto el tiempo sino cómo lo vivamos.

Al final, descubriendo lo ajeno uno aprende a conocer mejor su tierra, y el voluntariado, sin duda, te permite aprender y compartir a partes iguales. Nosotros, de momento, intentaremos compartir todo lo que hemos aprendido. Un trocito de nuestro corazón se quedará para siempre en Bignona.

Sara de Miguel Rueda

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